RELATOS

TARDE DE DOMINGO

No son sus ojos los que leen

Son sus lentes los que leen

Leen titulares salpicados en el papel blanco

Mensajes apócrifos que dan cuenta de la realidad

Que no es su realidad

Su realidad es estar en el sillón verde

Desgajando cada hoja del diario

Y ver sólo titulares en negro

Mientras tanto el reloj sigue su marcha

Acompasando al tiempo que deambula

En cada rincón del cuarto

Horas allí

Rastrojeando esa realidad lejana

Una poesía del absurdo que da cuenta

No sé de qué da cuenta

Porque la ambigüedad emana de cada palabra

En cada renglón se pierde irremediablemente

No logra sumergirse en ese absurdo

Afirmar que hay logicidad en lo absurdo

Da tumbos en cada palabra y frase

La luz no aclara lo inentendible

Entonces se da cuenta que está fuera

Ajeno a una realidad desconocida e inasible

El sol ya se esconde tras los árboles

Vendrá la noche con su cielo de estrellas

Doblará el diario meticulosamente

Lo apilará sobre los otros

Servirán para que su perrito

Se mee donde debe

En los diarios.

Muriendo de a poco

¿Sabes lo que es estar una hora o más, observando los árboles meciéndose por el viento de septiembre, más allá de la ventana de la biblioteca? Ahí está la vida. Mientras yo muero de dentro hacia fuera. Hay algo que me va ganando por dentro y no me animo a salir allí, donde están los árboles, el prado y las flores recién nacidas.

Qué extraño es el humano. Entre cuatro paredes, cavilando sobre la vida y muriendo por dentro.

La rosa que está enfrente mío ya se secó en sus hojas; en uno o dos días más, caerán los pétalos, uno a uno... y morirá definitivamente. Es corta la vida de una rosa y por eso, quizás, los poetas simbolizan con ello lo efímero de la belleza.

Pero la vida del humano puede ser muy larga... a veces, demasiado.

Cuando miro álbumes que dan cuenta de mi adolescencia, lo veo tan lejano y, sin embargo, aún estoy aquí. Reconozco en fotos a muchos que han partido ya de este mundo. Accidente, enfermedad, terminaron con ellos antes del tiempo natural. Y yo estoy acá, mirando los árboles y su mensaje de vida.

Es como si estuviera a la espera, preguntándome por qué yo y no ellos.

El sol sigue su camino sobre la alfombra... la sombra lo va apagando lentamente, como la vida misma.

Saldré a la terraza, encenderé un cigarrillo y estaré muriendo un poco más, lenta, pero inexorablemente.

Felicidad

Qué es la felicidad, en definitiva. Consideramos la felicidad un concepto tan amplio e inabarcable, como una suerte de estado permanente que sólo se lograría después de muerto -para los que somos creyentes, en una vida post mortem. Sin embargo, creo que he vivido momentos en que podría haber sentido esa felicidad. Momentos efímeros, de mínima duración que han dado luz a mi vida. Ahora mismo, paseo bordeando el bosque, con mi perrito. Observo la sinfonía de verdes, el trino de los pájaros, las pintitas multicolores que comienzan a evidenciar la cercanía de la primavera. Siento el suave viento acariciar mi rostro y el sol regalándome su calor. Pienso, en este mismo momento me siento feliz. Hasta creo que Coco -así se llama mi perrito- es feliz mientras se interna entre el follaje, oliéndolo todo. Y esa felicidad durará un breve periodo de tiempo: lo que dure el paseo, quince minutos, quizás. Luego vendrá otro tiempo, salpicado de obligaciones, dolor de cabeza, percances varios, desilusiones, en fin, la maraña vital diaria. Es entonces que compruebo lo diminuto de la palabra felicidad en el contexto de la vida. Anhelamos estar felices en la realidad varia y cambiante; pero esa misma felicidad nos es esquiva. Pensemos en el amor, por ejemplo. Quienes nos hemos enamorado alguna vez, sabemos que ese hondo sentimiento inunda todo nuestro ser. Vivimos en función de la persona amada. No hay momento en que no estemos pensando en ella y la propia vida es cubierta por esta maravillosa enredadera que, como planta trepadora, nos cubre totalmente. No obstante, quienes experimentamos este estado, sabemos que hay un sinfín de sensaciones y emociones que se van entreverando en ese estado de dicha y que, muchas veces, no tienen nada de felices. Hay quiebres que provocan sufrimiento, enojos no previstos, celos infundados, los afanes posesivos, en fin, circunstancias que entristecen y amargan el vivir. De ese modo, la felicidad es atomizada en breves instantes de dicha que son, en última instancia, los que mantienen el enamoramiento. No hay felicidad permanente en el curso vital. La felicidad es un accidente en el caminar terrenal, una pausa de dicha para poder vivir, para sentirnos más humanos.

El ayer en el hoy

Observo detenidamente la foto. Me veo junto a mis amigos de entonces, sentados en una escala típica de Valparaíso. Sonrío al examinar las vestimentas: tan de la década del 70. Trato de rememorar el instante de esa foto, el contexto en que fue tomada. Los recuerdos son como escenas fantasmales, como figuras en la niebla. La memoria de quien ya ha traspasado la barrera de los 65 es vaga y confusa. Pero ahí estoy, con mi juventud a cuesta, con esa sonrisa amplia y una mirada llena de vida.

Hoy me encuentro en la pequeña biblioteca de mi departamento: Coco me observa desde el piso. Frente a mí, tres acuarelas en dorados marcos que rememoran lugares de París, resabios de un pasado de viajes que hoy parecen buenos sueños de primavera.

El sol ya se escondió entre los árboles que permanecen quietos frente al ventanal. Coco duerme.

Me recuerdo traspasando el portal de la Universidad, saludando a diestra y siniestra. Subiendo los escalones que me llevarán al "laberinto". Me veo contento ya que me toca Literatura General con Pepe Promis.

De eso, más de 46 años atrás. Uno de los tantos fogonazos temporales que asaltan mi memoria y parece que fue sólo ayer que los viví.

Observo a Fernando Cuadra gesticulando las instrucciones para la siguiente escena. Le miro desde la altura del escenario del Aula Magna de la Universidad. Por cuarta vez, revivimos los parlamentos con Beatriz y sellamos la escena con ese beso obligado por el libreto. ¿Vivirá aún Fernando?

Ahora que lo pienso: ¿cuántas de esas personas que forman parte de ese pasado vital, sobreviven? O ¿cuántos seremos los privilegiados en seguir existiendo hoy?

No sé si será tan un privilegio seguir vivo. Todo depende. No todas las vidas transcurren en aguas calmas.

Lo que sí sé es que, desde mi actual perspectiva, se vive contra un tiempo que se jibariza a cada instante.

Cada día veo menos, camino menos, no como de todo, evito el trasnoche, hay una acidez que me visita a menudo; pero pienso una barbaridad. A mi edad, sólo queda pensar, recordar, nostalgiar.

Ya no coloco el despertador a las 6,30 AM para ir al trabajo. Sin embargo, hoy, despierto automáticamente a esa hora y el día es mucho más largo que entonces.

Es ahora que hechos y personas de ese pasado remoto adquieren una importancia especial en mi acto de pensar. Los fallecidos, especialmente; porque viven en el pensamiento de sus parientes y amigos, para bien o para mal.

Increíble que el verdadero acto de valorar a alguien sea después que ha muerto. Triste, más bien.

Hoy se erigen con sus portentosas personalidades mi abuelo y mi padre. O mis amigos Juan y Jorge. Cuanto más tiempo transcurre, descubro más y más cualidades de ellos. Cada muerto conocido cercanamente nos deja algo de sí, a veces, involuntariamente.

Coco se ha sentado a un costado de mi sillón y me mira atentamente: adivino su pompón-cola, oscilando. Es su hora de comer. Habrá que seguir mañana, total hay tiempo de sobra.

Mi compañerito

Martes 5 de junio 2018, cumples 3 añitos




Somos tú y yo, amparados por el cubo vital. Nos topamos a cada momento, te acaricio y me lengüeteas, jugamos con tu osito de peluche. A veces nos atrevemos a salir al exterior, temerosos ante el mundo. Duramos poco, es la verdad, y volvemos al cubo a practicar nuestra interacción férrea. De vez en cuando una galletita que agradeces como sólo tú sabes. Eres un compañerito incondicional: sólo tú has podido entender -¿o soportar?- este carácter humano tan cambiante. siempre estás ahí, dispuesto a escucharme y a consolarme, lo que es bastante habitual. Tu escucha es auténtica. Tus ojitos me miran mientras hablo y hablo. A veces, me cierras un ojo, como asintiendo. Basta acariciar tu suave pelaje para que me relaje y olvide el odioso mundo humano. Tú me das mucho más que yo a ti. Es la verdad. Y, sin embargo, vives mucho menos que yo. Ya ves, eres mi tercer perrito y yo, sigo viviendo en este mar de lágrimas. Pero ahora no pienso que, en algún momento, te voy a perder y, entonces, la soledad volverá a reinar en el cubo y la vida se tornará gris y fría. Te amo mucho, más que a mi misma especie. Porque tú eres sin dobleces y amas como yo quisiera amar. Amigo mío, te debo más de lo que podrías imaginar. Ven acá, sube a mis brazos y deja regalonearte como tú te mereces.

Esa rutina que amamos

Buscas con la mirada al dúo o cuarteto de turno y observas cómo el nerviosismo se ha ido apoderando de ellos, mientras el tiempo prosigue su silencioso galope. "Que copien todos los demás; pero ustedes, exactamente ustedes, no lo podrán hacer". Ves a uno mirarte fijo, con una mirada-puñal, como queriendo provocar un cambio en la dirección de tu vista; pero tú sigues ahí, inconmovible, y es el alumno el que, finalmente, tiene que volver la vista hacia su hoja, derrotado. Otro, se echa hacia atrás, inclinando peligrosamente la silla, y espera las palabras salvadoras de su compañero; pero aquél sabe que estás al acecho y que cualquier actitud extraña sería su perdición: no hay más remedio que resignarse a escuchar en el recreo el apelativo de "maricón". Otro, comienza a transpirar copiosamente. Alcanzas a ver el brillo de las gotitas en su nariz y en su frente y sus absurdos movimientos como si hubiera algo en la silla que está mal y que le impide hallar una posición más cómoda. De vez en cuando mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrae, rápido, el pañuelo. Seguramente es sólo el pretexto para sentir el rollito minuciosamente preparado para la ocasión y que, por esta vez, no podrá usar. Observan los cuadernos como queriendo extraer mágicamente con sus miradas las ansiadas respuestas no para el 7, que eso ya se ve perdido, sino para el modesto y ahora preciado 4. Y el reloj sigue su marcha y llegará el momento en que el agudo sonido del timbre inunde los pasillos, suba al cuarto piso y llegue a tu oído y, cual reflejo condicionado, des los pasos necesarios para ubicarte justo en el punto medio del pizarrón y apures la entrega de las pruebas, mientras de reojo observas a los dos o cuatro mirarse desolados y dubitativos, sin saber si entregar la hojita o suplicarte que les tomes la prueba en una mejor ocasión. Pero te conocen y avanzan derrotados y resignados al pupitre del profesor y colocan cuidadosamente la prueba en él, como si estuviesen entregando firmada su propia sentencia de muerte.
Desde hace diez años que las cosas se dan igual en Miraflores. Siempre ubicando algunas víctimas para soportar las dos horas que dura la prueba. Más tarde, el café y el sándwich de mortadela y la amena charla sobre sueldos y el reajuste que no llegó. En la sala de profes siempre hay como una niebla que lo envuelve todo, incluso los estantes en que se guardan pocos libros y mucho cachureo. Casi todos fuman y tú también, pues a pesar tuyo sientes cómo el humo se te mete por las fosas nasales. Pero ya está la costumbre arraigada y lo aceptas, como se acepta el baño hediondo o el silencioso que ya no lo es tanto. Más allá, el bullicio incesante de los muchachos en el patio que durará exactamente quince minutos, hasta que el timbre los lleve a la absurda formación y nuevamente subir los dos o tres pisos, entre risas, empujones y garabatos.
Miras por la ventana el árbol urbano, salpicado de hollín, y el mar que se adivina azul en el horizonte y piensas que esa tarde llegarás a casa, "tragarás" rápido el almuerzo y te sentarás acostumbradamente a corregir algún curso en la mesa del living, que cumple también la función de escritorio. Sentirás en tu muñeca el incesante latido, hasta que el mecanismo te indique que en treinta minutos más te esperan en el colegio particular, ése que generalmente te paga el doble de lo que ganas acá. Saldrás presuroso y esperarás con estoicismo el bus que te dejará justo a una cuadra del repique de campana. Sacarás del estante el blanco guardapolvo que salvará por una jornada tu único traje del polvillo blanco. Luego, te escucharás repetir las oraciones similares en cada sala y los alumnos serán los mismos, quizás un poco mejor vestidos, pero iguales en ese aburrimiento que, poco a poco, los va ganando entre timbre y timbre.
Isabel se ríe cuando me pongo a pensar así y en voz alta. Yo me enojo. De uno u otro modo me siento herido, porque todo esto me importa. Poco o mucho, no lo sé. Pero siento que me importa.
En la calle Orrego siempre trabajo con el mar enfrente, que alcanzo a ver sobre las casas viejas y entre los cables del alumbrado. Como música de fondo, gritos y risas de niños que juegan su habitual "pichanga". Observo mi mano trazar informes rayas de color rojo sobre hojas de absurdos diseños y, de vez en cuando, dejar el lápiz para tomar el jarro de agua, previamente hervida, y llevarlo a mis labios secos.
En esas ocasiones, Isabel desaparece como por encanto y quedo solo entre helechos, violetas de los Alpes y gomeros. Es cuando me asaltan multitud de pensamientos, como los que ahora lanzo desordenadamente sobre el papel y que van llenando el espacio de tiempo hasta la comida: la taza de té y el pan con margarina.
Paulatinamente va disminuyendo el bullicio callejero y la penumbra me obliga a levantarme y encender la lámpara. Es cuando el presente deja paso al pasado y me recuerdo sentado en la plazoleta, frente al vetusto edificio, esperando la hora en que comience la clase de Oscar Luis o la de René o la de don Fernando; mientras, simultáneamente, mis ojos recorren las líneas escritas del cuaderno. Me recuerdo tejiendo sueños futuros, dictando clases magistrales y gustadas por todos, querido indefectiblemente. ¡Cuánto soñaba en aquél tiempo! ¡Cómo cobraba vida la ilusión!. Hoy, sueño ese pasado, único consuelo del presente y el mañana ya sólo existe como reiteración de infinitos presentes.
Sin embargo, tu mano sigue con su coreografía aprendida desde tiempos inmemoriales, y estás frente a un ser representado en esa hoja de papel garabateada con absurdas materias. Pero están ahí, palpables y espectrales. Éste es Figueroa, hijo de un carpintero que dialoga con la madera allá, en el cerro Ramaditas. Este otro es Pablo Valencia y no tiene padre, su madre trabaja en la fuente de soda cercana al Teatro Velarde, donde alguna vez fuiste a parar con un colega y la cerveza costó menos. Ésa, es la prueba de Miranda, que vive en Viña, en pleno centro, y cuyo padre es gerente de no sé qué empresa y que a veces te sorprende en el paradero y te lleva en su auto al colegio.
Así, tus ojos recorren los rostros multiplicados hasta ciento cincuenta o doscientos: pecosos, morenos, rosados; de melenas rubias, pelirrojas, castañas o negras. En fin, son incontables seres que viven bajo tu mirada y mañana serán más y más, hasta que tu memoria ya no dé abasto y tengas que recurrir a alguna fotografía, perdida en algún cajón, y volverás a esa sala, a ese año y te verás más joven y más querido, emitiendo palabras mudas en el recuerdo.
De pronto te das cuenta que has terminado de corregir el montón de pruebas y te diriges al sillón. Allí, en la semipenumbra nocturna, planeas el mañana. Entonces te sueñas viajando a España, recorriendo las rutas enseñadas en la sala de clases, comprobando que tu representación era cierta al final de cuentas. Adivinas a Diego médico, a Rocío odontóloga, a tu mujer dueña de casa y punto. Te ves a sí mismo con todo el tiempo del mundo para escribir, para echar a volar tus fantasías sobre la superficie blanca, libres. Pero todo es sólo el silencio que ha invadido la casa, la oscuridad que se ha ido apoderando poco a poco del living, tu mente relajándose, preparándose para el sueño verdadero.
Escuchas el picaporte de la puerta de calle y sientes la voz de Isabel. Y sin decirlo o pensarlo, esa voz te recuerda que eres un esposo, que tienes dos hijos, que trabajas en tres partes y que mañana será otro día, no carente de aventuras. Porque la aventura nacerá de ti mismo cuando a las siete en punto sientas el agua correr por tu cuerpo y, mientras te secas, huelas el café y el pan tostándose. Será otro día y comprobarás que eres un profesor, no sólo por profesión, sino por un modo de vida inherente a tu persona. Porque en los recreos, junto a otros como tú, reclamarás contra todos aquellos que consideras responsables de la situación del maestro y, sin embargo, continuarás tu silenciosa labor, porque la amas. La amas como a la amante fugaz, aquella que no alcanzó a formar parte de tu rutina y que vive eternamente en el recuerdo, siempre joven y deseable, invadiendo cada tarde tu hogar, a pesar tuyo, de tu esposa o de tus hijos. Y te dedicarás a ella aunque ello signifique que cada día Diego cuente menos con tu conversación o Rocío deba olvidar el rompecabezas iniciado juntos en las vacaciones. Aunque tu mujer te sienta recostarte a su lado, cansado y soñoliento, y deba postergar indefinidamente el diálogo de esposos. Todo ha cambiado desde ese día en que cruzaste por vez primera el amplio hall de la universidad. Desde ese instante iniciabas la marcha deseada y de la cual, aunque quieres, no puedes renegar.
Tomas el atado de papeles pintarrajeados de carmín y los sumerges en el viejo bolso. Apagas la luz y te quedas por un instante mirando las titilantes luces de Valparaíso, reflejadas infinitamente en el invisible mar. Todo se ve calmo y silencioso, ya no hay graznidos de gaviotas ni gritos de chiquillos, sólo las polillas danzando en el farol de enfrente.
Caminas a tientas por el pasillo y te escuchas luego subiendo los escalones, mientras las voces de la tv te acercan a la realidad nocturna. "Pobres cabros, a lo mejor era cierto que no pudieron estudiar. A ver si el miércoles les interrogo".
A lo lejos, se siente el pitazo de un barco y esperas el momento en que todo esté oscuro y el silencio te traiga el murmullo marino, adormeciéndote.
"Buenos días, jóvenes" y sentirás el coro respondiendo. Luego será tu voz mencionando nombres en la sucesión de tiempos y entonces sentirás que la rutina ya no lo es tanto, porque a pesar de todo la amas cada día que te sorprendes subiendo las escalinatas del viejo edificio, a actuar tu vida elegida.

Mi abuelo

Recorremos la vida casi sin darnos cuenta y, de improviso, nos encontramos con que estamos al filo del fin: la vida se nos ha ido desgajando irremediablemente. Y no es que tema a la muerte, es un final irrenunciable al que todos saludaremos algún día. Algunos, intempestivamente, en un accidente o asesinado; otros, en un lecho de hospital, de una casa de reposo o en el calor de un hogar. La muerte es una amiga que camina junto a cada uno, esperando el momento propicio para llevarnos a su lar.
Estas reflexiones resultan apropiadas para un día de agosto como hoy: gris, ni visos de sol, con una música tenue como la de Sense and Sensibility, con mi perro Teddy sobre mi falda, durmiendo. Solos los dos en un DFL 2. Sintiendo pasar el tiempo.
Rememorar, rememorar y rememorar: único modo de neutralizar el frenético caminar del presente y que ya es pasado. Una habitación de un tercer piso, de esos pisos de construcciones antiguas de Valparaíso. Cuando me asomaba al balcón me sentía un poco gaviota, pues veía a los transeúntes significativamente más pequeños. Hablo de unos cincuenta años atrás. Hablo del tiempo más maravilloso de mi existencia: mi vida con el abuelo.
Le veo sentado en la "mecánica", con sus gruesos lentes, hurgando la cera de un modelo que en un par de días será una prótesis dental que algún señor o alguna señora lucirá orgullosa en una sonrisa. Me divierto con el arcoiris que produce la luz que pasa a través de sus lentes. Apenas su concentración se ve alterada por la presencia del nieto, surge una sonrisa que abarca todo su rostro y me sienta en sus rodillas para mostrarme ese extraño mundo de dientes, acrílico, ganchos y articuladores. Adivino en la habitación contigua a mi abuela, yendo y viniendo, mientras prepara el almuerzo.
En Almirante Montt la vida transcurría sin sobresaltos, con música de organilleros que pasaban casi diariamente para deleitar a los vecinos y recoger algunas monedas, con cantos de canarios que pendían en jaulas puestas en los balcones, uno que otro grito de vendedores que ofrecían sus productos, especialmente el pescadero que pasaba cada jornada y a primera hora de la mañana.
El día domingo, bajábamos al centro. Desde plaza Aníbal Pinto, nos encaminábamos hacia la plaza de La Victoria. Allí nos dejaba la abuela quien se dirigía a la catedral a escuchar misa, mientras yo y mi abuelo asistíamos a la retreta que brindaba la banda de Carabineros en la glorieta. Cuando me aburría, iba a la fuente a mirar los peces naranjas o me integraba a algún juego de niños en ciernes. Era el día en que almorzábamos fuera de casa. Generalmente íbamos al bar restorán Alemán, donde saboreábamos un exquisito pernil con chocrut.
Era aquella época de gloria de Valparaíso. Todo transcurría en una atmósfera de cierta inocencia ciudadana que le daba al puerto un toque de alegría y distinción. Recuerdo el carnaval de la primavera, en la que toda la gente se descolgaba desde los cerros para presenciar los carros alegóricos y unirse a la challa en la plaza. Me recuerdo con unos lentes de mica en forma de conos y que protegían del papel picado: todo se veía en un tenue color celeste, color que se asocia ahora a estos recuerdos.
Tuve la gran suerte de ser el regalón del abuelo. El Curuchito le llenaba la vida y a mí, él me alegraba el corazón. Si Curuchito quería saborear un helado, entonces todos tenían que partir al Bogarín para que el niño comiera un gran helado. Si Curuchito quería andar en auto, entonces el abuelo contrataba el taxi de un conocido para hacer el viaje que, a veces, llegaba hasta Los Andes. Ese constante mimo sería fundamental en mi vida adulta. Fue como una especie de piel protectora ante las iniquidades del mundo de los "grandes".
El abuelo era la síntesis perfecta del buen hombre, de ese que las religiones cristianas promueven entre sus fieles y que rara vez logran. Yo lo tenía ahí, al lado mío, en todo momento. Nos sentíamos como uno solo y caminábamos por las calles sintiéndonos diferentes, privilegiados por la vida.
En aquellos días, papá trabajaba en el diario La Unión como linotipista, creo. Eran días duros para nuestra familia, pues un conflicto entre el sindicato del diario y sus patrones amenazaba con el cierre del periódico, como finalmente sucedió. Fue la cesantía la que obligaría a papá a seguir la profesión de mi abuelo, igual como lo había hecho mi tío, el mayor de tres hermanos. Estas circunstancias harían que pasara más tiempo con mis abuelos que con mis padres, lo que ahondaría aún más el mutuo afecto que nos teníamos con el abuelo.
No he mencionado mayormente a mi abuela. Ella era la típica dueña de casa de aquella época: vivía a cargo de todo el quehacer de la casa. Buena cocinera, costurera y esposa. Ella me proveía de soldaditos, autitos y otros objetos inventados por mi imaginación, a partir de las cajas y botones que condescendía a prestarme para que, tendido en la alfombra del living, construyera mis mundos fantásticos que, más pronto de lo esperado, me irían abandonando.
La abuela no era querida por sus tres nueras. Ya adulto pude asimilar la razón de esta injusta actitud. La abuela era profunda y esencialmente sincera, expresando transparentemente sus sentimientos lo que en este mundo de grandes no se concibe. No es bien visto que se le diga los defectos a las personas, aunque sí los tenga.
La abuela aceptaba el especial afecto que nos teníamos con mi abuelo. Sin embargo, no era ella para este tipo de relaciones, ella expresaba su amor a través de otros medios, más sutiles, pero tan perdurables como los de mi abuelo.
Así transcurrió la etapa más importante de mi formación de hombre. Lo demás, vaivenes vitales que rozan la felicidad y el fracaso.
Aún veo en mis sueños al abuelo, asomado en la ventana de guillotina del tercer piso, sonriendo al nieto que regresa del colegio.

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