Una visita bulliciosa

Eran las 3:34 AM y se nos vino el crugir de amarras, paredes que se inclinan en la oscuridad, el aullar de perros asustados, el miedo saliendo por los poros. Y no es la primera vez que el viejo puerto recibe esta siniestra visita bulliciosa que con su guadaña se nos lleva a tantos coterráneos, sorprendidos en el sueño.

El anfiteatro se sacude el polvo aumulado en 25 años; pero esta vez, en la oscuridad de la noche, no lo vimos. Y ahí estábamos una vez más. Apenas embutidos en el dintel de la puerta del dormitorio, esperando que tan imprevista pesadilla acabara. El tiempo se hace interminable y surge la noción de que somos polvo y que al polvo volveremos.

Dios se nos hace presente en ese corazón que late apresuradamente, nervioso, asustado. Entonces, nos percatamos que, en verdad, no somos nada, que la naturaleza lo es todo, que ella es ahora la reina entre la penumbra nocturna. La luna observa, fría, el dantesco espectáculo.

Viene la oscuridad; sólo la luna sigue observándonos, impávida, como si eso no fuera asunto de su incumbencia. Pequeños movimientos nos recuerdan que esto no termina aquí, que estamos sometidos por la fuerza de lo que acontece sin que tengamos control alguno. Pasamos a tercer plano, a cuarto plano; ya no somos nosotros los protagonistas. Somos una suerte de muñecos de trapos, sacudidos por fuerzas conocidas y, sin embargo, siempre nuevas y misteriosas.

Valparaíso se queda sin luces, sólo la luna se asoma imponente. Por vez primera, luego de tanto tiempo, vemos las estrellas en toda su belleza. El mar nos devuelve el rostro níveo de la luna, repetido en infinitos espejos inquietos. Entre tanto miedo, Valparaíso, una vez más, nos muestra su mágica belleza. Entonces, la serenidad comienza a entrar por la ventana y un aroma salobre nos anuncia que hay que reponerse, que hay que levantarse, que el puerto nos espera para que le remocemos su rostro marino y sigamos navegando en su historia, hasta que nuevamente nos visite el bullicioso de la guadaña.

Gaviotas parlanchinas

Escucho a Teddy ladrar furioso hacia el amplio ventanal de nuestro dormitorio. Seguramente es la gaviota que, inmutable, le observa desde la luminaria del poste de enfrente. Así es cada vez que bandadas de gaviotas nos visitan con sus destemplados graznidos y lanzan sus bombitas de nieve sobre la terraza -cosa que pone los pelos de punta a mi esposa. Más encima, a Teddy le gusta lamer este maná aéreo y Gaby le reprende, porque piensa que se puede enfermar.

Leer un buen libro en la terraza, bajo el quitasol que protege del sol y de los bombardeos fecales, sintiendo el coro de gaviotas en el techo de la casa, mientras Teddy les observa alerta, es uno de los gustos que me gusta darme de vez en cuando. Desde allí se adivina el mar con su incesante sinfonía de ires y venires.

Las gaviotas son parte del paisaje porteño. Uno tiene el privilegio de asistir al nacimiento de polluelos, observar su entrenamiento bajo la atenta mirada de sus padres, verles sostenerse en el aire bajo la lluvia y el temporal.

Estas grandes aves, vestidas de traje de gala, eximias pescadores, son unas parlanchinas hechas y derechas. Entre ellas se da en su plena expresión la habilidad social. Viven comunicándose ya sea en algún techo o, simplemente, en pleno vuelo. A veces pienso que existe un intrincado lenguaje que las une en estos .conciertos de graznidos. Estás almorzando o recostado en tu cama y una sombra que se escurre por los objetos iluminados por el sol dan cuenta de sus vuelos rápidos, acompañados por su espíritu dicharachero.

Son bellas y curiosas aves. Se asoman hacia nuestra intimidad sin pedir permiso, volteando ligeramente su cabeza para mirarnos con detención.

Damas del aire salobre de Valparaíso, recorren el litoral entre sus parloteos habituales, oteando las casas que cuelgan de los cerros o avistando al pescador generoso que les lanza al mar parte de su pesca. Otra vez ladra Teddy: la gaviota le mira ladeando su cabeza, desde el poste de enfrente.

Paseo 21 de mayo

Era como el balcón natural de la antigua Escuela Naval. Desde él, se aprecia el puerto de Valparaíso en toda su extensión. Ancho corredor testigo de muchas generaciones, especialmente de jóvenes enamorados, de estudiantes-paseantes y, también, de bailarines. Sí, tal como lees. Cuando apenas era un prepúber, viví las experiencias más mágicas en ese paseo. Año a año, se efectuaba allí un Carnaval que reunía a los jóvenes con sus familias para bailar al ritmo de los grupos y cantantes populares. Recuerdo que esperábamos con ansias este evento veraniego para incursionar, bajo las guirnaldas multicolores, en los misterios del amor. Por allí vimos pasar a Los Tigres, Los Blue Splendor, Luis Dimas y muchos más. Era la época en que los artistas populares eran eso, "populares" y, por ende, estaban al alcance de sus admiradores. Recuerdo que venían mis primas de Santiago y las autorizaban para ir al Carnaval, siempre y cuando les acompañara su primo, o sea yo. Para mí era un orgullo llegar con mis primas ya que eran harto buenamozas. Pero estaba ya abriendo mis ojos y mi corazón al misterio del pololeo. Entre blue y blue se fueron entretejiendo afectos efímeros que irían fraguando mi experiencia con el sexo opuesto -o complementario, debería decir. Aún recuerdo la frescura de esas jóvenes mujeres que aceptaron que les abrazase y tocara con mis labios sus labios. Qué sensaciones. Me recuerdo mirando las luminarias del puerto junto a mi pareja, uno que otro barco entrando o saliendo de la bahía. Había momentos para la algarabía y momentos para el retiro embelezado por la belleza del paisaje nocturno. Fueron estos mis mejores momentos juveniles. Sólo existía el cigarrillo y la piscola. Y los muchachos no eran malos. Eso vendría después y marcaría el término de una etapa maravillosa en que todo tenía un halo de inocencia. Aún cierro los ojos y me adentro en el túnel multicolor del paseo 21 de mayo, provisto de unos blue jeans Top Gun, peinado a la parafina sin olor, perfumado, buscando entre la muchedumbre unos ojos que quisiesen engarzarse en los míos.

El maestro Soto

Si te paras en la plaza Aníbal Pinto, allí donde la calle Esmeralda cambia su nombre a Condell, y miras por dónde acceder al cerro, verás que hay dos subidas que se bifurcan a lo alto. La de la derecha es Almirante Montt, subida muy importante para mí ya que en ella vivía mi abuelo Florindo. La de la izquierda se llama Cummings. Quien bifurcaba estas dos subidas era una pérgola en la que damas y novios compraban sus ramos de flores.

Pues bien, al inicio de Cummings se encontraba la peluquería del maestro Soto. Allí se cortaron el pelo mi abuelo, mi padre y tíos, y quien escribe estas líneas.

El maestro Soto era un señor moreno, peinado a la gomina, muy callado, lo que contrastaba con sus otros dos colegas, quienes departían constantemente con los clientes sobre temas políticos y deportivos.

En este local, tapizado por fotos de diversos tipos -algunas no tan santas- se respiraba la veneración a Wanderers, el decano del fútbol chileno. Allí se preparaba la asistencia al siguiente encuentro deportivo, con la correspondiente vianda alimenticia y líquida que haría más grata la estancia en el estadio.

En este lugar se podía apreciar las fotos de todos lo equipos wanderinos que tejieron la historia del club más antiguo de Chile. El maestro Soto, tan callado como siempre, se volvía locuaz a la hora de responder preguntas sobre jugadores o anécdotas acaecidas en la cancha. Seguramente, el maestro Soto ya partió a ese otro mundo en el que, más de alguien, se cortará el pelo con él.

He escrito estas breves líneas porque, al iniciarse este 2006, vino a mi memoria para que yo dé cuenta de este hombre que, como tantos, escribe la intrahistoria de nuestro querido Valparaíso.

Ciudad del viento

¿Hay algo más propio de Valparaíso que el viento? Ese visitante invisible se hace presente cada día. Baja desde los cerros, corre raudo por las callejuelas cuyo fin último es el mar.

Valparaíso tiene en verano "ventilador propio". No hay calor que no se abuene con este viento fresco que ronda por las plazas y playas del puerto. Quienes nos visitan de la capital, alaban ese aire frío y puro que vivifica su estadía.

Cientos de banderas improvisadas saludan desde los balcones y la sal acelera el anhelado bronceado por obra de ese viento que es el hálito de Valparaíso.

Por eso que el puerto es la tierra del volantín. Gracias a ese viento que ulula en cada habitación, estas naves de papel garabatean en el cielo multicolores arabescos y son la delicia de los niños.

Dicen que las porteñas tienen bonitas piernas por ir y venir desde el plan a los cerros. El viento, generoso, levanta las polleras para dar fe de ello.

Ciudad del viento que lo volatiliza todo y desordena la arquitectura del anfiteatro que enmarca el azul del mar. Aire purificador e intruso, mensaje de vida, visitante asiduo y hacedor de sorpresas.

Temporal en Valparaíso

La llanura azul va cambiando poco a poco su color por otro grisáceo. Se ve una que otra gaviota flotando en el cielo, estática por efecto del viento que ya levanta espumas, que semejan pequeños corderos sobre la superficie acuosa. Un viento silba por entre las rendijas hogareñas. Se viene el temporal.
En Valparaíso, el temporal es parte del paisaje en invierno. Muchos de ellos han terminado con naves encalladas, techos volando desde los cerros, deslizamientos de lodo y piedras que corren raudas hacia el estrecho plan. Las alcantarillas, que siempre son sorprendidas por el aguacero, dan vida a anchas y profundas lagunas y los vehículos semejan navíos lidiando por alcanzar tierra firme.
El viento arrecia fuerte. Infla los vidrios de las casas y en más de una algunos revientan y lanzan su mensaje de cristales. Enemigo de los paraguas, los pone de revés y los hace inútiles, incapaces de cumplir su función estatuida.
El paseo costero atrae a los jóvenes que juegan, risueños, con las bravuconadas marinas. Se les ve empapados, pero felices de poder esquivar los zarpazos del mar.
Es tarde de ceremonias de interiores. De sopaipillas y vino navegado. De burlar a la lluvia y al viento que pugnan por entrar para ser parte de la tertulia.
Temporal en Valparaíso. Los barcos y buques han salido a jugar con el mar en un sube y baja incesante. Las altas olas semejan una serie de toboganes sobre los que se deslizan las embarcaciones. A veces, a lo lejos, se escucha el lastimero ulular de alguna nave que da cuenta de su presencia tras la cortina acuosa que impide verla. Todo es tráfago de olas y lluvia. La naturaleza se enseñorea a sus anchas, hasta que salga el sol y el mar pase a ser un páramo marino.

Valparaíso que abres los brazos de tus cerros para recibir al marino errante

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